martes, 5 de febrero de 2013

Es la Abuela - Cuento de M. C. Carper





En una ocasión el taller Forjadores propuso realizar un cuento colectivo con diferentes escritores donde cada uno inventaría un personaje viajando en el vagón de un tren. Todos nos pasaríamos las descripciones y con esa información haríamos un cuento con la única condición de que nuestros personajes estaban pasando por un túnel, no sabían que hacían allí y no podían ver nada del exterior. La idea era un desafío y al finalizar todas las historias se armaría el cuento. Como suele ocurrir a veces, una buena idea que  depende de más de dos personas tiene reveses, contratiempos y no consigue concretarse. Así fue que me quedé con este cuento en un cajón con el único destino de quedarse allí. Hoy me animo a mostrarlo. Es algo simple.





¡Es la Abuela!

M.C. Carper





¡Eh! ¿Y esto?

Estoy viajando en un tren, o eso parece…

¡Mierda, afuera no se ve nada! Esto se mueve, está andando. Y no veo casi nada porque llevo puestas las gafas negras, son buenas para ocultar las sombras oscuras en los párpados y las pupilas dilatadas. Bajo un poco los lentes y comprimo la cara contra la ventana, pero nada, sólo el reflejo de un rostro demacrado, el mío.  Las canas son una mancha blanca en el vidrio. Vuelvo a refugiarme detrás de los anteojos. Entonces la siento, rozándome en el suelo. La mochila, ahí, entre mis piernas. El sudor me cubre. Intento pensar en otras cosas, esperando que mi corazón se tranquilice, que nadie note mi presencia. Respiro hondo,  el alcohol en el estómago me sube a la nariz, confirmando que eso que recuerdo es verdadero. Tengo presentes todos los detalles. La habitación del hotel, el whisky, la droga y las tres…

¿Y después?

¿Cómo carajo llegué aquí? ¿Alguno de mis compañeros me metió en este vagón?

No. No me hubiesen dejado con la mochila.

El traqueteo es continuo acompañado de un bamboleo irritante, avanzamos en línea recta. Miró alrededor, tal vez algo me indique donde estoy. Pero no hay carteles de publicidad, ni planos de estaciones. Nadie sentado a mi lado. Bueno, esa es mi costumbre, no soporto a los desconocidos.

¿Quiénes más viajan en este tren?

Estiro el cuello para descubrir al resto de los pasajeros y lo que veo no me tranquiliza.

Una tipa de melena roja, con una rosa y una pluma negra en las manos, vestida de oscuro, una bruja sin duda. Por culpa de ellas mi vida se fue al caño. No fue por los mp3s, ni las descargas piratas de internet, fueron ellas.

Antes, recorría todo el país con la banda, recogíamos el dinero de las ventas y ya. Ahora estoy obligado a dar un show tras otro, en los lugares más recónditos del mundo para conservar las casas y los autos. Y las putas tarjetas de créditos para todos los vagos de mi familia.

¡Y me metí en un maldito tren! ¡Odio los transportes públicos!

Los que viajan conmigo parecen salidos de un manicomio. Ahí está esa otra perra, vestida como bailadora de flamenco, aunque su aspecto es desaliñado. Está mirando el infinito. Sin duda es otra perversa mujer meditando su brujería.

Porque todas son así, lo sé. En las giras se te cuelgan del cuello, llegan de todas las edades. “Sin compromisos” te dicen, hasta que logran enroscarte. Yo caí tres veces. Oh, sí, porque los estúpidos repetimos errores. Me llovieron juicios de divorcio y las malditas terminaron haciéndose amigas.

¡Brujas!

Quiero sonreír y al instante me doy cuenta de mi insensatez. No debería mostrarme feliz, es mejor para mí no demostrar ni un ápice de alegría. Miro como distraído a los otros, no puedo confiar en ninguno. Un tipo andrajoso y alto mueve las manos dentro de los bolsillos de su gabardina, un loco; me codeo con los de esa clase todo el tiempo. Un viejo de gris camina por el pasillo y se acomoda en un asiento fuera del alcance de mi vista. Su aspecto indica que debe estar en las últimas.

Esto es muy raro. La droga del hotel era la de siempre, me digo, y entonces me siento observado. Giro el rostro para encontrarme con una mujer vestida de jean que me mira con un par de ojos oscuros, enormes. Me arrebujo contra el lado de la ventana. Estas brujas tienen poderes hipnóticos. No voy a dejarme engañar por el aspecto sencillo de su ropa.

Con el movimiento del tren, uno de los bultos de la mochila, golpea en el piso. Clavo el mentón contra el pecho, imaginando que todos los pasajeros se vuelven a mirarme. El corazón me traiciona, martillándome en las costillas,  mis sienes se abultan e imagino mi cara roja como un tomate. Sin soltar la bolsa, llevo mis manos hacia el tórax, haciéndome un ovillo. El ardor en la garganta me ahoga. Pienso que tiene que pasar. Ya más tranquilo, respiro como me enseñó el médico.



Cuando empiezo a serenarme, recuerdo las risotadas de mis ex, allá en el hotel —El idiota del conserje les había dado el número de mi habitación, juntas podían sobornar a cualquiera—. Cuando abrí la puerta y las vi, me di cuenta que el infierno no puede ser tan malo. Pero la suerte no me había abandonado del todo. Ellas llegaron con papeles que necesitaban mi firma, mostrando desprecio, criticando mi estilo de vida. Haciendo comentarios mordaces o irónicos sobre mis muebles, mi ropa y todo lo que tuviese relación conmigo.



El tren disminuye de velocidad y una luz al frente aumenta, un resplandor plateado. De repente, como siempre, el corazón recupera su ritmo normal, suspiro. Quisiera putearlos a todos. Detesto a la gente, pero más odio a las mujeres. Ah, y a los maricas, son igual de histéricos. Los bultos de la mochila pesan. Los acomodo con hábiles movimientos de las rodillas, para que nadie se fije.

¡Qué puta noche de brujas! ¡Nunca fue más adecuada la fecha!

Cómo disfruté cuando las perras se enteraron de que la cosa era en serio, cuando las sonrisas se esfumaron. La habitación estaba preparada para reducir el ruido desde que la usamos para los ensayos, nadie escuchó los gritos. ¡Qué fácil se hunden los cuchillos de cocina en la carne! La única cagada fue la alfombra, pero siempre estoy provisto de bidones de lavandina. No lo planeé, se dio. Después me bajé todo el whisky y me clave la aguja, riquísima. A veces parece que alguien te ayuda desde el más allá, uno de los plomos se olvidó una sierra en la sala. ¿Para qué mierda usará eso? Lo ignoro, pero sí que es buena para descuartizar a unas brujas. Metí todos los pedazos de basura en bolsas de residuos. Los años en el hotel me enseñaron varios secretos: sé que el ascensor de servicio es manual, una reliquia y el ignorante del empleado termina su turno a las ocho, el mismo tonto me enseñó las calderas durante la última gira. Bajé al último subsuelo con las tres bolsas y encontré al viejo de mantenimiento roncando. Estaba tan borracho que parecía muerto. Metí los trozos de las brujas en aquel pequeño infierno, el olor fue insoportable, todavía lo siento en mi ropa y el pelo, pero me aguanté, mirando fascinado como se consumían. Claro que me guardé unos suvenires y después…



Después, me encuentro en este vagón lleno de locos disfrazados. Miró quién más está acá: ¡Júas!, ¡Un cura! ¿Un jesuita? Claro, si seré boludo: es Noche de Brujas...

¡Había quedado en visitar a mis nietos y llevarles calabazas para festejar Hallowen!

Después del largo túnel, la claridad empieza a inundar el vagón. Pero por el resplandor es imposible distinguir nada del otro lado del vidrio, ya debemos estar llegando a la estación. Me preparo para descender, con manos inseguras palpo el contenido de la mochila. Exhalo con alivio. Tengo que cortarla con la falopa, me está comiendo la cabeza. ¡Casi me creo que soy un asesino! Deliré mal. Esa mierda me trastornó la memoria. Al menos tomé el tren correcto.

Se detiene. Me arrimo a la puerta, en el andén veo a mi hija con sus tres críos. La encuentro muy flaca y ojerosa, con pliegues oscuros debajo de los ojos. Los chicos me descubren y se abalanzan para abrazarme gritando mi nombre. El más chiquito y osado tironea la mochila, pero la retengo con fuerza. Saludo a mi hija. Evito mencionar al padre de las pequeñas bestias mientras ella rebusca en la cartera alguna moneda, seguro que no le sobran, así que hurgo en mi bolsillo. Con la distracción, mis nietos me quitan la mochila. Sonrío y me encojo de hombros, de todos modos iban a tener las calabazas le digo a mi hija. En ese momento nos llegan los gritos espantados de los nenes. No me atrevo a mirar, no hace falta. El más chiquito se aproxima balbuceando, sosteniendo algo entre las manos, con ojos desorbitados que nunca conseguiré sacarme de la cabeza. Entonces comprendo lo que repite sin cesar. ¡Es la abuela! ¡Es la abuela!

4 comentarios:

  1. Respuestas
    1. ¡Mil gracias, Nélida! Un amble gesto tu coemntario. Hay que apoyarnos entre nosotros para que todo lo que hacemos se active. Un beso.

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  2. Genial, Mario! Me gustó mucho, la simpleza con que nos introducís en la cabeza del protagonista, y la creación del entorno, las situaciones, todo es tan vívido que prácticamente se experimenta al leerlo. Y perfectamente articulado del principio al fin. Un placer haberlo leído. Abrazo!

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    1. ¡Muchas gracias, Augusto! fue interesante hacer un personaje diferente a los buenos de siempre y meterse en la cabeza de un imbécil xenófobo.

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