El
Monstruo ha sido un cuento con mucha suerte que ya ha sido publicado en tres
sitios diferentes con versiones distintas. Hasta fue usado en un especial sobre
la discriminación. La última publicación
fue en la revista Axxón donde por sugerencia de los editores se realizaron
algunos cambios. Me gustó mucho esa versión. Tiempo después cuando leía el
cuento original, encontré que me resultaba igual de efectivo. Por eso presento
la versión original del cuento. Se puede leer el publicado en Axxón aquí.
El
Monstruo
M.
C. Carper
Con la mano tensa
apretando el picaporte. Los nudillos blancos
y la frente transpirada. Tomás se armó de valor para salir. Esperaba que la calle estuviese vacía. Pero
siempre había algún vecino, algún turista.
Sacó el pequeño espejo del bolsillo para
cerciorarse por enésima vez, pero el maquillaje no podía disimular su
apariencia, nada ocultaba esos kilos acumulados. La tintura era una bendición,
aunque la frente estaba ganando terreno y ser calvo era tan detestable como
tener canas.
Tomando aire abrió,
la luz del sol alegró su espíritu por unos segundos hasta que las miradas
horrorizadas de los primeros transeúntes empañaron su regocijo; a veces usaba una capa con capucha, pero se
sentía muy estúpido.
Lo había intentado
todo; el cielo era testigo de sus esfuerzos.
Ignoró como pudo
las exclamaciones de las personas que se cruzaban en su camino. Verlos
apartarse con expresiones de asco, tampoco fue una sorpresa. Creía que con los
años terminaría acostumbrándose. ¡Qué iluso y optimista había sido!
No les prestó más
atención y continuó, a paso lento por la vereda. Ya casi llegaba a la esquina.
Esa donde estaba el cartel enorme con la chica en ropa interior. ¡La modelo!
¡La de cuerpo perfecto!
La civilización
había logrado hacer realidad las aspiraciones básicas de los seres humanos. La escasez
de alimentos era un recuerdo, la guerra no era otra cosa que un conjunto de
fechas y nombres que se memorizaban en
los exámenes escolares. Claro, las escuelas, esos sitios llenos de aulas, maestros
y alumnos, desaparecieron para ser reemplazados por los cursos vía internet.
Los habitantes del planeta no socializaban como en la era pre informática; para Tomás eso era lo único bueno que tenía la
sociedad en que vivía.
El Control Natal
llegó de la mano de la fertilización artificial, muy pocos excéntricos
preferían la vieja usanza del sexo crudo. Un hábito que se consideraba
asqueroso. Menos aún eran las mujeres que elegían la gestación natural, para
eso estaban las incubadoras o los úteros substitutos que cuidaban robots
pediatras. Todo riesgo de un cuerpo deformado por la maternidad era cosa del
pasado. Los niños nacían perfectos,
previniendo aspectos indeseables, antes de la concepción. Los conocimientos en genética,
anulaban cualquier posible anomalía.
Y las diferencias
eran anécdotas del siglo pasado.
Todos parecían copias:
los mismos cuerpos estilizados, idénticas sonrisas. Cabellos dorados y ojos
azules perfectos. La mayoría de las personas prefería la pigmentación del
bronceado caucásico; en África, casi no se encontraba gente con rasgos autóctonos,
pero siempre cambiaban las tendencias, Tomás soñaba a escondidas que la moda
volviese a los tiempos de Goya.
A pesar de este
control sobre los prenatos, los individuos no habían conseguido erradicar la
vejez, aunque tenían una forma de conservar la apariencia con la magia de las
cirugías estéticas.
Nadie aparentaba más
de treinta años y muchos preferían lucir un aspecto inalterable de diecisiete años toda
la vida.
La tendencia había
comenzado cincuenta años antes, durante los días de la gran agorafobia, una
costumbre que generó el uso permanente de internet. Al principio fue la
corrección digital de arrugas y signos de vejez, la gente tomaba como modelos a
actores y conductores de los medios, con mayor producción en la imagen. Ser
delgado fue la aspiración del humano común y no serlo fue el suplicio del
resto. Comenzaron a proliferar los gimnasios, sin embargo demandaban mucho
tiempo, dedicación y dinero. Las tortuosas dietas y la gran variedad de
laxantes fueron una solución aceptable para algunos, aunque no permitían que
uno se descuidase. Los casos del efecto “rebote” cuando se suspendía la
medicación eran muy difundidos en las redes sociales, abundantes de videos
caseros.
Se argumentaba que
los alimentos contenían hormonas u otro tipo de sustancias que hacían
robustecer, Tomás reía con amargura ante esta teoría, pensaba que hacer
engordar a las aves y a los mamíferos que se convertían en alimento era tan
aberrante como el desprecio que la sociedad le demostraba a él día a día.
El presidente de “Delgadez es Salud”, el nuevo
centro estético, había declarado a los medios que el ser humano normal no podía
excederse de cuarenta y dos kilos. Bastaba con mirar a la chica en ropa
interior del cartel y un poco más abajo, en letras enormes, el logo de
“Delgadez es Salud” parpadeando con luces de neón.
Tomás pesaba setenta kilos. Sus padres lo
habían concebido a la antigua, a través de una relación sexual. Todo pareció
marchar bien, hasta que la diferencia comenzó a notarse. Fue en su décimo
cumpleaños, todos los niños vecinos le llevaban una cabeza, incluso las niñas
eran más altas. Para peor, no había heredado los hermosos ojos verdes de los
padres. Ahí estaba el vergonzoso gen del abuelo Martín con sus odiosos ojos
cafés.
No tuvieron mejor
idea que ocultarlo en la casa y practicarle cirugías estéticas antes de que la
sociedad lo descubriese. El encierro y la frustración de sus padres torturaron
a Tomás desde niño, no sabía que pasaba, todo indicaba que era por su culpa, la desgracia se abatió aún más sobre la
familia cuando se enteraron que el organismo de Tomás reaccionaba muy mal a las
intervenciones. No aceptaba ni siquiera la anestesia. Gastaron fortunas en
tratamientos hasta que los mismos médicos se dieron por vencidos. Regresaron
con el niño a la casa, ocultándolo con una capucha; fue la primera vez que se
cubría con una y le dio cierto alivio. Adoraba poder mirar las caras de sus
padres a través de la tela, sin que la expresión les cambiase.
Pero el trato
cariñoso y las palabras amables de todos los días desaparecieron, antes de aceptar
la vergüenza, descargaron su infortunio culpándolo de todo: De no poder recibir
visitas, de tener prohibido los paseos dominicales y de ser considerados los creadores
de una aberración.
Lo encerraron en el
sótano. Dejaron de pagar la escuela y cortaron su conexión a internet. Una vez
al día, un robot le llevaba comida. Había pasado de ser un niño amado a ser un inválido,
una persona que no tenía la perfección genética prenatal. Uno de los desechados,
esos individuos considerados de clase inferior, destinados a tareas de
servidumbre: mozos, cocineros, mayordomos y cadetes. En otra época podrían
aspirar a ser vigilantes o barrenderos, pero ya no existían los crímenes, el
gen de la ira estaba anulado y la limpieza la realizaban máquinas.
A los catorce años, Tomás huyó.
Deambuló por muchos
lugares, pero ningún sitio aceptaba a un chico como él. Ni siquiera los desposeídos
lo veían con buenos ojos. Se burlaron, tildándolo de monstruo. Un epíteto al
que terminó por acostumbrarse.
Desesperanzado y
sin voluntad para continuar llegó a las ruinas de una parroquia. Un solitario
anciano le dio de comer. Mientras servía la mesa, le contó sobre una costumbre
antigua llamada religión, hablaba de igualdad y amor, pero pronto lo aburrió.
Tomás descubrió que no era muy diferente en reglas y conceptos a Delgadez es
Salud, pero aquel hombre no lo había rechazado.
El viejo tenía una conexión a internet que
pudo utilizar. Además conocía muchos trucos para burlar los programas de
seguridad de los docentes, quería que Tomás se educase y consiguiese un titulo.
Con una identidad falsa, el chico ingresó a los programas de educación de la red.
Se especializó en Ciencias Económicas y Matemáticas. Su intelecto era elogiado
en el anonimato de los correos electrónicos. En esos años fue feliz, mientras
se mantenía oculto dentro de la casa.
Al tiempo que
estudiaba, consiguió ser columnista en una publicación del ámbito bursátil.
Asesoró a muchos inversores que llenaron su cuenta bancaria con suculentas
comisiones. Muchos le ofrecieron trabajos
y firmó varios contratos. Cuando los clientes se enteraron de su aspecto ya era
muy tarde para volver atrás y anular los papeles firmados. De cualquier modo, en los negocios las
ganancias son lo más importante.
Disfrutó de esta
pequeña fama, ocultándose entre cuatro paredes durante mucho tiempo. Cuando el
anciano falleció, le dejó el terreno en ruinas y la casa a su nombre. Tomás
construyó una bella vivienda y evadiendo los controles del Medio Ambiente, se consiguió
compañía: un autentico gato de Bombay. El animal no se molestó por su barriga,
ni por sus arrugas. Sólo le retribuyó cariño, recostándose a su lado cuando
estaba triste o jugando con sus dedos sin otro interés que divertirse. Además
era muy buen compañero, no había día que no se levantara a saludarlo al verlo
despertar y anduviese por donde anduviese por la casa, ahí lo seguía el felino.
Por si algo pudiera ofrecérsele.
Pero había días en
que necesitaba sentir el sol en el rostro, visitar las plazas y contemplar
obras de arte como el resto de la humanidad. Caminaba muchas cuadras hasta el
Museo de Bellas Artes, pagando sobornos a los encargados, entraba fuera de los
horarios de visitas. Le fascinaban muchos pintores, pero amaba la estética de
Goya. Podía pasar horas contemplando aquellos cuerpos abundantes que el
artista, y seguro sus contemporáneos, consideraban bellos.
Ese día, como todos
los meses, estaba en la calle para buscar los medicamentos de su cobertura
social. Ninguno de los empleados de la farmacia quería hacer la entrega en la
casa del monstruo. De camino, aprovechaba la oportunidad para pasar por frente
al museo.
Aunque conocían su
existencia, era inevitable que todos los transeúntes lanzaran exclamaciones
como si lo vieran por primera vez. A veces, por bromear, simulaba una
pronunciada renguera. Reía viendo a la gente alzar a sus hijos en brazos,
murmurando maldiciones.
En la farmacia lo
atendieron como siempre: desde una ventanilla enrejada, tomando su tarjeta de crédito
con manos protegidas en guantes desechables.
El camino de
regreso fue lento, la decepción lo ganaba otra vez con un nudo en la garganta. Ya
no tuvo energía para transitar por la avenida principal. Usó un atajo,
atravesando la zona frondosa del parque. Era mediodía y casi nadie andaba por
ahí a esas horas. Pensaba en su gato cuando oyó un llanto apagado, el gemido de
un chiquillo. Provenía del otro lado de una pared de ligustrinas, no tenía una
buena visibilidad. Pero podía oír a una pareja discutiendo sin atender el
lloriqueo del niño.
Tomás dio un rodeo
para ver mejor. Sobre un banco solitario de la vereda había un chico de diez
años, ocultaba el rostro en dos puños apretados. Tomás no tuvo dificultad para
saber que le pasaba, la curva de su abdomen era reveladora. La pareja discutía
a unos metros de distancia.
—No estoy segura, Víctor
—decía ella—. Es muy pequeño.
—Es el destino,
Analía. Todos nuestros amigos lo aprueban y lo entienden. —replicó el hombre.
Ambos vieron a
Tomás y se detuvieron. El niño seguía llorando. Entonces el hombre llamado Víctor
tomó con fuerza el brazo de su mujer.
—Nada más podemos
hacer. —farfulló.
— ¿Qué es lo que
van a hacer? —rugió Tomás. Su profunda voz estremeció a la pareja.
—No podemos criarlo
—protestó Víctor girando para alejarse—. ¡Mírelo! ¡Es un monstruo!
—¿Cómo yo? —sonrió
Tomás, los padres retrocedieron dos pasos. El hombre de setenta kilos acarició
la cabeza del pequeño. Se miraron, el niño tenía unos enormes ojos cafés.
— ¿Lo cuidará? —Preguntó
la mujer mordiéndose el labio—. Se llama Matías.
—Vaya tranquila,
señora. —dijo el monstruo.
— ¿Podrá
perdonarnos? —dijo la mujer de cuarenta kilos, estilizada como una espiga.
Tomás no tenía
respuesta para esa pregunta. Dándoles la espalda tomó al niño en sus brazos y
continuó hacia la casa. Mientras caminaba lo arrulló contándole sobre un gatito
cariñoso y un maravilloso pintor llamado Goya.
© M. C. Carper
No hay comentarios:
Publicar un comentario