jueves, 26 de diciembre de 2013

Los Crímenes del terrestre - Cuento - M.C.Carper




Me encontraba en un edificio de departamentos viendo al portero llevando una canasta con un montón de murciélagos que había matado. Me contó que se metían en los balcones. Por curiosidad le pregunté si no le daba pena tener que matarlos y me dijo: ¡No! ¡Son sólo animales! ¡Bichos! Todos los meses tengo que matar algún gato o rata que se mete a las cocheras. En otra ocasión conversando con el kiosquero del barrio vimos pasar una bandada de teros y enseguida acotó: Cuando era niño siempre trataba de darles con mi gomera. Muchas veces vi a personas entusiasmadas cargando rifles de aire comprimido para volver con historias de cómo mataron  y acosaron algún animal. Todo esto fue mi motivación para escribir el siguiente cuento. Fue publicado en NM.

Los Crímenes del terrestre

M.C.Carper


El hombre intentó reconocer el lugar. Una sala circular con veinte estrados, ocupados por alienígenas. El terrestre estaba justo en el centro. Molesto, cambiaba el pie con que soportaba su peso cada tanto. Mientras hacía sonidos con la boca para mostrar su hastío.
Los alienígenas eran tan diferentes entre sí como extraños para el humano. Algunos tenían apariencia humanoide, otros eran gelatinosos. Uno parecía formado de espuma rosada.
 Un ser con cara de equino y gesto adusto, golpeó tres veces un martillo de madera en el estrado.
—Damos comienzo a la evaluación de conducta número  796543/6. Se ha seleccionado al azar al Señor Eduardo Miguel González, un nativo típico del planeta en cuestión. —dijo.
El terrestre carraspeó fastidioso, levantando la mano para pedir la palabra.
—¡Eh! ¡Eh! —Gritó—. Esto es un rapto. Una abducción que le dicen ¡Devuélvanme ya mismo a la Tierra!
—¡Silencio! ¡El nativo debe guardar silencio! Sólo tiene permitido hablar para responder las preguntas del Fiscal. ¿Va a elegir a un representante para su defensa?
El terráqueo estudió a las criaturas que lo rodeaban. No tenía la más mínima idea de por qué estaba allí. Minutos antes, caminaba en medio de la calle pateando una botella de plástico. Hubo un fogonazo y un segundo después apareció en medio de aquel circo de fenómenos dementes. Le pareció una locura dejar que una de esas “cosas” hablara por él.
—No tengo idea del motivo de la acusación, pero rechazo de plano al representante. Si necesito defenderme, prefiero hacerlo yo mismo. —declaró.
—Rechazo aceptado —dijo el equino—. Queda asentado.
Eduardo metió las manos en los bolsillos del pantalón. Empezó a silbar bajito. Los alienígenas le parecían muy formales en sus modos. Toda la escena tenía un tono surrealista. Inocencia y estupidez importadas desde el país de las maravillas.
—¿Y por qué carajo me trajeron acá? —Estalló Eduardo para probar el carácter de las criaturas, cansado con la situación.
—¡Compórtese! —ordenó cara de caballo.
—No, no me callo nada. Ustedes me trajeron. Yo soporté sus modos, ahora aguántense los míos.
Por la forma de actuar, el equino era un magistrado con autoridad, un juez. Sostuvo la mirada de Eduardo unos segundos.
—Eso no hablará en su beneficio —declaró—. Pero conociendo el carácter de su especie, iremos al punto en cuestión. Los delitos que lo traen ante este tribunal son los siguientes: Contaminación del hábitat, Polución en el aire, la tierra y el mar. Extinción provocada de numerosas especies. Deforestación indiscriminada y masiva. Esclavitud de congéneres y otras especies. Uso de la tortura y asesinato de semejantes y otros seres vivos. Que incluye depredación y flagelos. Violencia gratuita hacia toda forma de vida. Mala praxis de la ciencia para desequilibrar el ecosistema. ¿Cómo se declara?
Eduardo buscó algún gesto delator entre los presentes. ¡Aquello era una broma! ¿Qué tenía que ver él con todo eso?
—¡Inocente! —respondió con voz alta y clara.
En ese momento se abrió un panel lateral por el que entró al círculo de luz una figura encapuchada envuelta en un manto. El rostro invisible entre los pliegues de la ropa. Una especie de vapor blanco se escapaba entre las arrugas de la vestimenta. Se ubicó ante el humano y dijo: —Soy el Fiscal, señor González. Dígame ¿Almorzó hoy?
Eduardo lo observó casi sonriendo ¿Qué clase de pregunta le hacía?
—Sí —respondió—, una hamburguesa con papitas y un huevo frito. ¡Riquísimo!
El encapuchado se volvió veloz hacia el estrado.
—¡Que su respuesta quedé asentada, su señoría! —exigió exhalando vapor—. El acusado admite alimentarse del cuerpo triturado de un esclavo indefenso, de tubérculos atacados por sustancias envenenadas y de cigotos producidos bajo tortura. ¡Tres crímenes monstruosos para la obscena práctica de devorar conciudadanos!
El humano agitó los brazos hacia el juez.
—¡Paren! ¡Paren! Así es la costumbre en mi planeta. ¡No es un crimen! No se considera un delito, es sólo comida.
El encapuchado humeante se alzó intolerante ante el hombre.
—La forma en que minimiza ese acto revela su naturaleza, señor González. Yo he visto como se tortura a las aves en las granjas. Tenemos grabaciones de la actividad de los mataderos y de sus aeroplanos arrojando veneno en los campos. Tóxicos que enferman incluso a sus congéneres. —Se giró hacia el Juez—. Esas grabaciones se adjuntan a las pruebas, su señoría.
El humano pidió la palabra.
—Todos los que vean esas grabaciones comprobarán sin duda que yo no estoy presente en ninguna de ellas.
—Usted participa, señor. —Dijo el Fiscal—, no es necesaria su presencia. Al consumir produce la demanda. Si no fuera por usted, esos maltratos no existirían.
—Pero yo desconocía sobre esos maltratos. Acabo de enterarme —hizo un esfuerzo para evitar una carcajada—. A partir de hoy dejaré de comer.
El Fiscal encapuchado caminó de un lado a otro como un animal enjaulado.
—Usted nos cree ingenuos, Señor González. Sabemos que está bien informado. Quiero que vea la prueba número veintiséis.
El humeante mostró a todos los presentes un objeto manual dentro de una bolsa transparente. Lo extendió hacia Eduardo.
—¿Puede decirnos que es eso, señor? —pidió el Fiscal.
—Sí, es… —comenzó a decir el humano contemplando el objeto. Se mordió el labio anticipando las intenciones el encapuchado. Tenía que pensar muy bien las respuestas—. Esto es una honda, una gomera de fabricación casera.
—¿Puede explicar para que sirve este artilugio? —siseó el encapuchado.
—Es para practicar puntería. Se coloca una piedra en el extremo y se tensan las tiras elásticas, luego se dispara. Es un juguete para niños.  
—Tenemos cientos de grabaciones con infantes humanos usando estos “juguetes”. Practicando puntería contra seres inocentes e indefensos. Los proyectiles los destrozan y muchas veces los dejan moribundos por horas. Estos asesinatos no son para conseguir alimento ni defenderse. Se trata de una especie de diversión humana.
Un murmullo de asombro inundó la sala. El Fiscal levantó un brazo envuelto en ropa para señalar al humano.
—¿A cuántos mató usted con su honda, señor González? No me responda, pregúnteselo usted mismo.
Eduardo entendió que aquel circo no iba en broma. La cosa era muy seria. Tenía que exponer una defensa creíble. Alzó la mano.
—¡Señor Juez! ¿Si se me encuentra culpable cual será mi castigo?
El ser parecido a un caballo indicó al Fiscal que respondiera la pregunta del acusado.
—En el Universo aparecen criaturas destructivas que eliminan toda clase de formas de vida, dejan por completo estéril su hábitat y luego terminan extinguiéndose ellos mismos. Es una naturaleza que carece de lógica o algún rasgo positivo. Por eso se formó el Consejo de Evaluación de Conducta, en el que ahora está siendo evaluado. Si su especie demuestra capacidades para corregirse, se le concederá un plazo para rectificar sus atropellos. Si se da el caso contrario, procederemos a eliminar toda la especie hasta el último individuo. Luego se guardaran un par de muestras de ADN en una cámara de seguridad contra amenazas biológicas.
El humano tragó saliva palideciendo. Sudó en abundancia al sentirse perdido. No se le ocurría ningún argumento para salvarse.
—Supongo que el señor Fiscal debe tener otras pruebas reservadas para provocar más golpes de efecto —dijo para ganar tiempo mientras pensaba—. Yo no sé cómo serán sus planetas, pero en la Tierra nada es fácil. Los humanos tenemos cuerpos débiles. Fue gracias a nuestro intelecto que conseguimos sobrevivir. Para eso inventamos las armas, para defendernos y conseguir comida. Para hacernos abrigos. Ustedes ya han visto nuestras grandes ciudades. Tenemos vehículos para desplazarnos más rápido. Hemos descubierto la cura de numerosas enfermedades. Nuestro carácter es osado y curioso.
De entre los pliegues de la capa del fiscal salió más vapor que en las ocasiones anteriores.
—Todo lo que dice es irrelevante. Esos logros que menciona fueron obtenidos con mano de obra esclava, mediante torturas morbosas en especímenes cautivos. Sus ciudades producen cantidades enormes de basura y contaminación. —declaró el Fiscal sin piedad.
—¡No somos todos así! ¡Es injusto condenar a toda una especie por el error de algunos! —protestó Eduardo.
—Por supuesto que hay excepciones —coincidió el Fiscal—, pero el porcentaje es insignificante. Los humanos son peligrosos en grupo y como individuos. Hacen apología de la violencia en cada una de sus acciones. Recompensan la agresividad en los empleos, en los deportes. Basan la finalidad de su existencia en el éxito de unos sobre otros, sin tener en cuenta ningún escrúpulo. Si usted poseyera un arma en este momento no dudaría en usarla justificando nuestras muertes como único recurso para salvarse ¿no es así? 
La pregunta del Fiscal quedó vibrando en el aire. Aquella era una pesadilla que se ponía peor a cada minuto. Eduardo decidió exponer otro ángulo del asunto.
—En los albores de nuestra historia —explicó—, hubo profetas que interpretaron la palabra de dios. El creador nos dio potestad sobre los animales, la tierra y el mar. Fuimos creados a su imagen y semejanza. Elegidos para reinar en la Tierra.
Todos los alienígenas se mantuvieron en silencio por largos minutos. Eduardo simuló tranquilidad, algo le decía que había tocado un lado sensible de aquellas criaturas.
Los hombros el Fiscal se encorvaron mostrando cansancio.
—Hemos analizado mucho tiempo esa estrategia intelectual que llaman religión. Usted dice que un ente cuya existencia no se puede probar le dijo que su raza es  “la elegida”. Y basándose en eso de dan permisos para torturar, esclavizar, estafar y sumir en el miedo a sus congéneres. ¿Usted quiere ayudar a su especie con eso?
Dominado por los nervios, Eduardo se rascó la cabeza con insistencia. Cerró los párpados con fuerza hasta hacer doler sus ojos.
—Los humanos poseemos valores —dijo con voz temblorosa—. Ética y moral. Tenemos un sentimiento que nos impulsa, el Amor. Amamos a nuestros padres, a nuestros hijos, a parejas y amigos.
—Sin duda —afirmó el encapuchado—, el Amor es un sentimiento conocido por todos los seres de la galaxia. Es un motivador, como usted dijo. Pero los humanos combinan al amor con arrebatos hormonales incontrolables. Con ansias de posesión, sumisión y despotismo. Cuando separamos los sentimientos sinceros de la excitación sexual, el porcentaje vuelve a ser desfavorable en esta evaluación. ¿No dicen ustedes que todo vale en la guerra y en el amor? Ponen en el mismo nivel de importancia al genocidio masivo con el cariño. Su sociedad usa un concepto virtual para controlar la economía. En consecuencia originan un mundo de esclavos que comercian con venenos alucinógenos. Con sexo y con la salud. Ustedes le ponen precio al agua y a los medicamentos. Inclusive al amor.
Eduardo se dirigió desesperado al círculo de magistrados.
—¡Estamos trabajando en las soluciones para todo eso! Tenemos gobernantes que se esmeran por crear un mundo mejor. Ocurre que hay muchos desacuerdos y los políticos sólo buscan enriquecerse. Mejoran sus vidas pactando con los empresarios. Depositan el interés en aumentar sus fortunas, descuidando las necesidades del planeta…
El fiscal se giró hacia las tribunas y sin volverse, dijo:
—¿Y quién escoge a sus gobernantes, señor González?
A Eduardo le demandó un gran esfuerzo continuar de pie. Quería irse de ahí, que todo terminase de una vez. Estaba cansado de responder.
—Nosotros. —musitó
El Fiscal torció apenas el rostro.
—¿Perdón? ¿Qué dijo?
Eduardo repitió la respuesta con un suspiro inaudible.
—¡Más fuerte! —Lo urgió el encapuchado—. Es necesario que el tribunal lo oiga.
—¡Nosotros! —Rugió Eduardo con el rostro desencajado— ¡Nosotros escogemos a los malditos! ¡Nosotros!     
—Tal vez ahora esté arrepentido de haber rechazado a un defensor. —dijo el Fiscal.
El comentario irritó al humano.
—¡Para nada! Es claro que todos ustedes ya tenían decidido el veredicto antes de traerme acá. ¡Esto es una parodia! —acentuó apretando los dientes.
—No me sorprende que tenga reacciones xenófobas. ¡Es típico de su especie!
El encapuchado se acercó al estrado del Juez para hablar en voz baja. Eduardo no podía oír una palabra desde su lugar. Un minuto después, el Fiscal se ubicó frente al humano.
—Con todo lo expuesto y sus declaraciones no es difícil anticipar la decisión de este tribunal. Sin embargo, es un hecho su total desconocimiento de nuestras leyes y códigos judiciales. Con la autorización de su señoría, voy a ponerlo al tanto de un artículo que puede beneficiarlo. Es el número Setenta y ocho. En caso de inevitables acciones punitivas que devengan en el exterminio de una especie, es válido para el tribunal presentar a un testigo de inteligencia desarrollada, que pueda comunicarse por medio de un lenguaje para hacerse entender. Este testigo tiene que haber sido víctima de algunos de los abusos que motivaron la evaluación. Si en su declaración, el testigo convocado declara a favor del acusado, serán levantados todos los cargos resolviéndose la total inocencia del acusado.
En los ojos de Eduardo apareció un brillo animado. Los alienígenas eran en verdad unos idiotas. No importaba a quien llamaran. Esa persona haya padecido el sufrimiento que sea, no condenaría a su propia especie. El propio instinto de supervivencia lo haría aliarse con su igual. Eduardo se dijo que haría todo lo posible para convencer al sujeto que trajeran.
Un  panel de la pared izquierda desapareció dejando al descubierto lo que parecía ser un estanque transparente. El Juez habló.
—Este tribunal convoca como testigo a la última ballena yubarta, cuya especie está extinta. Sus hijos y nietos fueron asesinados por humanos.
Eduardo miró abatido la punta de sus zapatos. No esperaba aquello. Para él, las únicas criaturas inteligentes y parlantes de la Tierra eran los humanos. Tuvo ganas de llorar.
—No tengo preguntas, su señoría.


© M. C. Carper


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